Nuestro país ha tenido varias revoluciones en su historia educacional. Algunas con resultados positivos y otras con retrocesos importantes. La primera fue la discusión y promulgación de la ley de instrucción primaria obligatoria, a comienzos del siglo XX. La educación dejaba de entregarse restrictivamente a las élites -la desigualdad de la educación chilena estuvo presente desde su origen- y el Estado pasaba a tener un rol clave en la provisión educacional hacia las clases populares. La segunda revolución vino con el gobierno de Eduardo Frei Montalva, que profundizó la ampliación de cobertura en primaria y secundaria, modificó el currículum, apostó por una mejor preparación de los profesores y reestructuró la educación superior, entre varias otras reformas. La tercera revolución, aunque suene paradójico, ocurrió en dictadura. Sin tener que preguntarle a nadie, en el período de Pinochet se establecieron nuevos principios constitucionales para la educación de los chilenos, se creó una ley marco que consagró la privatización y estratificación de nuestro sistema escolar, se modificó el modelo de financiamiento y se traspasó la educación pública a los municipios.
Esta revolución -silenciosa, pero revolución al fin- generó las bases de un sistema escolar donde son mucho más comunes los conceptos de mercado y competencia que los de colaboración y equidad.
Con el regreso de la democracia, como era de esperar, escasearon las revoluciones. A pesar de ello, y sin modificar la estructura del sistema, los gobiernos de la Concertación ejecutaron una reforma que le cambió la cara a la educación chilena. En una época en la que abundan los diagnósticos catastrofistas e irresponsables, la evidencia es incontrarrestable: Chile está en otro piso educacional y esto comienza a traducirse en un proceso inicial de mejoramiento. Lo demuestran los resultados de las últimas pruebas SIMCE y hoy también la evidencia internacional, como la del recién publicado reporte How the world´s most improved school systems keep getting better, que sistematiza la experiencia de sistemas escolares que han mostrado mejoras sustantivas en los últimos años y que reconoce en Chile un ejemplo de cómo con políticas consistentes a lo largo del tiempo puede iniciarse un cambio favorable hacia mejores aprendizajes.
La verdadera revolución en democracia la produjeron los estudiantes, que tuvieron la capacidad de poner en la agenda aquellos temas que realmente requieren una revolución educativa. Plantearon la urgencia de contar con una educación pública de calidad, el fortalecimiento del rol del Estado en un sistema escolar donde el mercado define hasta los nombres de las escuelas y las posibles salidas al problema más importante de nuestra educación: una estratificación que nos deja parados como uno de los sistemas escolares más desiguales del mundo. Sin lograr alterar sustantivamente estos problemas, la “revolución pingüina” del 2006 se tradujo en una nueva Ley General de Educación que genera un marco mucho más propicio para una educación con calidad y equidad en Chile.
Con estos antecedentes sobre la mesa, es más que legítima entonces la pregunta de si los cambios propuestos por el gobierno hace algunos días son o no una revolución. En mi opinión, profundizan algunas modificaciones ya en curso -como la entrega de más recursos a las escuelas que concentran más alumnos vulnerables- y, sobre todo, avanzan en la línea de establecer incentivos que supuestamente presionan y promueven mejores resultados, a pesar de que la evidencia internacional es sólida en demostrar que éstos no sirven de nada –e incluso tienen efectos negativos– si no van acompañados de políticas que desarrollen capacidades en el sistema, algo de lo que la propuesta tiene poco. Junto con esto, los cambios anunciados hasta el momento omiten cuál es la posición del gobierno para fortalecer la educación pública -además de crear los controversiales liceos de excelencia- y nada plantean respecto a cómo se enfrentará la segmentación de nuestro sistema escolar, ambos aspectos donde sí se podría avanzar de forma revolucionaria. ¿Una nueva revolución educacional? Juzgue usted mismo.
Por SENTIDOS COMUNES
Esta revolución -silenciosa, pero revolución al fin- generó las bases de un sistema escolar donde son mucho más comunes los conceptos de mercado y competencia que los de colaboración y equidad.
Con el regreso de la democracia, como era de esperar, escasearon las revoluciones. A pesar de ello, y sin modificar la estructura del sistema, los gobiernos de la Concertación ejecutaron una reforma que le cambió la cara a la educación chilena. En una época en la que abundan los diagnósticos catastrofistas e irresponsables, la evidencia es incontrarrestable: Chile está en otro piso educacional y esto comienza a traducirse en un proceso inicial de mejoramiento. Lo demuestran los resultados de las últimas pruebas SIMCE y hoy también la evidencia internacional, como la del recién publicado reporte How the world´s most improved school systems keep getting better, que sistematiza la experiencia de sistemas escolares que han mostrado mejoras sustantivas en los últimos años y que reconoce en Chile un ejemplo de cómo con políticas consistentes a lo largo del tiempo puede iniciarse un cambio favorable hacia mejores aprendizajes.
La verdadera revolución en democracia la produjeron los estudiantes, que tuvieron la capacidad de poner en la agenda aquellos temas que realmente requieren una revolución educativa. Plantearon la urgencia de contar con una educación pública de calidad, el fortalecimiento del rol del Estado en un sistema escolar donde el mercado define hasta los nombres de las escuelas y las posibles salidas al problema más importante de nuestra educación: una estratificación que nos deja parados como uno de los sistemas escolares más desiguales del mundo. Sin lograr alterar sustantivamente estos problemas, la “revolución pingüina” del 2006 se tradujo en una nueva Ley General de Educación que genera un marco mucho más propicio para una educación con calidad y equidad en Chile.
Con estos antecedentes sobre la mesa, es más que legítima entonces la pregunta de si los cambios propuestos por el gobierno hace algunos días son o no una revolución. En mi opinión, profundizan algunas modificaciones ya en curso -como la entrega de más recursos a las escuelas que concentran más alumnos vulnerables- y, sobre todo, avanzan en la línea de establecer incentivos que supuestamente presionan y promueven mejores resultados, a pesar de que la evidencia internacional es sólida en demostrar que éstos no sirven de nada –e incluso tienen efectos negativos– si no van acompañados de políticas que desarrollen capacidades en el sistema, algo de lo que la propuesta tiene poco. Junto con esto, los cambios anunciados hasta el momento omiten cuál es la posición del gobierno para fortalecer la educación pública -además de crear los controversiales liceos de excelencia- y nada plantean respecto a cómo se enfrentará la segmentación de nuestro sistema escolar, ambos aspectos donde sí se podría avanzar de forma revolucionaria. ¿Una nueva revolución educacional? Juzgue usted mismo.
Por SENTIDOS COMUNES
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