por Jorge Inzunza H.(*)
Se entretuvo dentro de la habitación de los espejos con una moneda. Entre sus manos regordetas la moneda se deslizaba para jugar a distorsionar sus formas y tamaños. Cuando esta se hacía gigante sus ojos se hacían enormes y se dibujaba un anuncio de sonrisa en la comisura de sus labios. Puso la moneda sobre la uña de su pulgar derecho, y con fuerza la impulso para que girara. Brillaba en un giro en cámara lenta como dando latigazos al espacio oscuro. Crecía para luego hacerse pequeña. Si hubiera podido elegir la hubiera dejado inmóvil en la posición en que ella era gigante.
Había entrado con la sola intención de imaginar su moneda crecer. Al salir de aquella habitación podría pensar en el poder de compra real. Residente diría que tal vez podría comprar una bala, ya que son más baratas que los condones, mientras algún Presidente diría que podría comprar educación, porque es un bien de consumo. Tal vez el mismo Presidente diría que no sólo es un bien de consumo, sino que un bien de inversión, porque podría entregar esa moneda a un empresario que podría formar un negocio educacional para que otros compren los bienes que se producen allí.
Consumir. Quizás cuando las autoridades hablan de consumo se refieren a la segunda acepción de la Real Academia Española: “Utilizar comestibles u otros bienes para satisfacer necesidades o deseos”, sin embargo no se puede ignorar la potencia de la primera acepción: “Destruir, extinguir”. Cuando se consume algo se destruye, algo se extingue, y no sólo eso podemos deducir que podemos identificar a un agente que perpetra el acto de la destrucción o extinción.
Entonces ¿qué sería consumir educación? He aquí una contradicción, ya que las filosofías detrás de la educación han tendido a compartir que la educación es más bien la construcción, que puede darse a través del conflicto y la destrucción de estructuras cognitivas, pero es un acto creativo en esencia. Si el consumo como ideología socio-política supone la destrucción, entonces podríamos decir que consumo y educación son dos polos opuestos, podríamos decir incluso que prácticamente antónimos.
Si “consumir” un libro es extinguirlo, si “consumir” un profesor es destruirlo, entonces algo no calza bien en esta filosofía de libre mercado en educación. Y los hechos lo demuestran, la inserción de Chile en la anti-regulación educacional significó un incentivo a la destrucción las escuelas y universidades públicas en todas sus dimensiones (infraestructura, condiciones laborales, violación de la autonomía, etc.). Y este es un componente ideológico, no es una elección meramente gerencial o de buen gobierno. Las políticas educacionales chilenas se encuentran encerradas en la habitación de los espejos, la cual ha posicionado el valor del dinero como la pieza central que debiese mover al sistema. Por eso es que se utiliza con tanta recurrencia la imagen de que las familias “eligen con los pies”, yéndose al sistema escolar privado. Si el Estado de Chile no apuesta, como es el deber de todos los Estados, por la educación de todos/as (la pública), entonces es normal que las familias se defiendan privadamente ante la ausencia de proyecto.
La invitación, por lo tanto, es a recuperar el espíritu educativo del Estado. No de cualquier Estado, sino de un Estado que sea capaz de reconocer y defender los derechos comunes, no los derechos de unos pocos. Educar es construir públicamente.
En la habitación de los espejos ha entrado la protesta.
Columna publicada en Blog Versus 21 facilitada por el autor.
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