por Rafael Gumucio (EL PAÍS)
Tomas de colegio y universidades, bicicletadas nudistas, huelgas de hambres y bloqueos de ciudades enteras. Nunca, ni en la fervorosa unidad popular ni en el épico plebiscito que terminó con la dictadura, tanta gente se había manifestado en las calles de Chile. Los motivos de las protestas son tan diversos como las formas de protestar. Van desde la posible instalación de una central hidroeléctrica en la Patagonia, hasta la reforma radical de un sistema educacional, pasando por la implementación de más ciclovías, o las condiciones de vida de un elefante que jubiló de un circo.
Al terremoto geológico le ha seguido uno ciudadano, cuyo principal damnificado ha sido el palacio de la Moneda y su arrendatario, el presidente Piñera, quien en estos días solo alcanza el 36% de aprobación. Y es que tampoco le ha ido bien al Congreso, donde reina la oposición concertacionista, una Concertación que no alcanza ni el 25% de aprobación ciudadana. En medio de los gritos, no ha faltado quien compare estas manifestaciones con el movimiento de los indignados de la Puerta del Sol. Ambos comparten la misma mezcla asombrosa de reivindicaciones extremadamente domésticas con otras sorprendentemente metafísicas, de pacifismo inicial y de violencia final. Los dos unen a ecologistas, comunistas y anarquistas con ciudadanos sin militancia que intuye que es difícil que un Gobierno dirigido por los mismos haga algo diferente. Los dos movimientos son frutos de una ciudadanía escéptica y sobreinformada que tiene las herramientas tecnológicas suficientes como para saber instantáneamente que muchos están como ellos.
Los dos movimientos, tanto los indignados españoles como el de los disconformes chilenos marcado, son hijos de la segunda fase de la revolución tecnológica. Una revolución que pasó del reinado del computador personal y el blog, herramientas que solían ser solitarias, al del teléfono móvil y las redes sociales; herramientas fatalmente comunitarias. Medios posmodernos que, sin embargo, han resucitado un debate que se parece vertiginosamente a los que sostenían los personajes de Chéjov a comienzos del siglo XX: ecologismo, socialismo utópico, nudismo, nihilismo. Todo ello mezclado con un sentimiento de ansiedad generalizado por algo que va a venir pero no se sabe qué es.
Un debate que tiene, sin embargo, otro compás en Chile, distinto al de España. Porque mientras España sufre una de las peores crisis de sus últimos 30 años, Chile crece al 6%. Porque mientras el indignado de la Puerta del Sol ve recortados sus derechos y sus expectativas todos los días, el disconforme chileno es muchas veces el primero en su familia en estudiar en la Universidad y el primero en viajar al extranjero. Si hemos de seguir jugando al peligroso juego de las comparaciones internacionales, la rebelión chilena se parece más bien a una versión moderada de las protestas en el mundo islámico. Ellas también fueron fruto de una clase media que vio mejorar su nivel de vida en un país donde los medios de comunicación y la clase política poco o nada incorporaron sus demandas de representación. Democracias protegidas o francamente autoritarias, sociedades de castas, cansadas de ver impotentes por Internet o la televisión por cable que el chantaje al cual las sometían sus líderes no era normal ni natural.
Mientras los indignados españoles son los náufragos de un sistema que hizo agua, los disconformes chilenos son el costo inesperado de un experimento -el de la implementación de un neoliberalismo atenuado por políticas asistenciales- que está empezando a dar frutos inesperados. Y es quizás lo más interesante del movimiento; la desigualdad abismante de la sociedad chilena (la más desigual de la OCDE, por encima de Turquía y México) ha dejado de ser una herramienta de control para las élites, y ha pasado a convertirse en un factor de descontrol. Así, reivindicaciones aparentemente tan lejanas como la preservación del paisaje virgen de la Patagonia chilena se convierten, moduladas por una población descontenta de su lugar dentro de la inamovible escala social, en una protesta contra los monopolios empresariales y su poder sobre la política y la prensa. Bajo esta lógica, la lucha por el matrimonio gay se convierte también en una lucha contra la desprestigiada Iglesia -hundida en una serie de casos de abusos a menores- y su veto moral sobre el concubinato y la sexualidad adolescente. Entonces, los colegios agrietados por el terremoto y que aún no han sido reconstruidos les permiten a sus alumnos pedir un cambio en la Constitución que apele a la reestatización de la educación chilena.
"De la sala de clase a la lucha de clase", reza un cartel en el Liceo de Aplicación, recién tomado por sus estudiantes. Mientras, los chilenos, con un fervor también inédito, compran y consumen sin complejo ni culpa más y más electrodomésticos, al mismo tiempo que se sienten en el derecho, y quizás en el deber, de impedir la instalación de una planta de energía hidroeléctrica que facilitará sus vidas. Quizás tampoco quiera ya esta ciudadanía curiosamente despierta que le faciliten la vida. Quizás no quiera esperar a estar indignada, como ya lo están los españoles, para preguntarse ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? Y sobre todo, ¿cuánto?
Extraido de EL PAÍS
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