14 de junio de 2012

Efebocracia, o la valoración llevada al absurdo de la juventud

por Comité Editorial RedSeca

En el segundo semestre del 2009 el Banco Central de Chile hizo entrar en circulación una nueva versión del billete de cinco mil pesos, decorado con una nueva imagen de Gabriela Mistral. La poetisa estaba representada por una imagen más juvenil que la del billete anterior y sus rasgos eran claramente más suaves que los que están registrados en la mayoría de sus retratos y fotografías. Entrevistado por un periodista que le preguntó si se podía afirmar que “a la Gabriela la enchularon”, Milan Ivelic, quien se desempeñaba en ese entonces como director del Museo de Bellas Artes y que presidía el “Comité de expertos de la selección de paisajes y evaluación artística de la nueva familia de billetes”, sostuvo “Jajajá, sí… Se buscó una figura que la reflejara más, con una mirada más cariñosa, más cercana… A la imagen se le hicieron algunos retoques, pero fueron mínimos, no es que la hayamos renovado totalmente… Por ejemplo, las comisuras de los labios, que estaban muy caídas, se levantaron. Se le dio más brillo a los ojos, se le arregló la parte delantera de su cabello, en la frente. Pero, la verdad es que la fotografía era muy buena” (Ivelic 2009).

La anécdota es reflejo de una tendencia cultural que incluso ha llegado a permear el ámbito político. Se trata de la efebocracia, o la valoración llevada al absurdo de la juventud, atribuyéndole virtudes intrínsecas de las que carecerían otros sectores etáreos.

Al interior de los partidos políticos se ha expresado en la aparición, casi como una monserga, de la “necesidad” de una “renovación generacional” como respuesta a la crisis de legitimidad que viven dichas instituciones. El tópico se hizo presente a fines del Gobierno de Bachelet y en el período de la elección de 2009-2010, volviéndose especialmente fuerte en el debate post-eleccionario al interior de la Concertación. En un análisis que claramente decía más sobre los intereses de sectores desplazados de la dirigencias de sus partidos que del comportamiento del electorado, se atribuyó la derrota concertacionista al inmovilismo de sus elites dirigentes, las que habría impedido al ascenso de “rostros nuevos”, más cercanos con el electorado juvenil.



Sin embargo, este razonamiento no solo se quedó en el dudoso ámbito del “marketing político” sino que tuvo pretensiones totalizantes. Se atribuyó a las antiguas generaciones un modo anquilosado de hacer política, el que habría estado cruzado por prácticas negativas, las que si bien nunca fueron claramente definidas parecían asociarse al clientelismo y el autoritarismo. A este estilo, se pretendía contraponer el efecto vivificante de una nueva generación juvenil, la que mediante su llegada a las altas dirigencias partidistas superaría la crisis de la coalición de centro izquierda. La irrupción de la figura de Marco Enriquez-Ominami jugó un rol clave en los derroteros que tomó la discusión. Su importante votación en la primera vuelta, sumada a la incertidumbre que generó la posible irrupción de un partido personalista –la que finalmente vio la luz con resultados bastante menores a los esperados en el PRO– llevó a que su estrategia de invocar como eslogan “Los jóvenes al poder” fuera replicada de manera acrítica en las filas concertacionistas.

La aparición de dicha estrategia implicó la banalización del debate político concertacionista tras la derrota. La discusión sobre el nivel de profundidad de las transformaciones emprendidas por la Concertación, su claudicación ante el liberalismo económico o su cooptación por los grandes grupos empresariales, que había aflorado a fines del gobierno de Frei en el llamado debate entre autocomplacientes y autoflagelantes, y que hasta cierto punto reemergió a fines del de Bachelet, fue suprimida. En su lugar se impuso una disputa por la renovación de rostros, la que se basó fundamentalmente en criterios etáreos. Que dichos dirigentes hubieran sido parte del sistema de relaciones políticas y de decisiones económicas cuestionados o hubieran estado directamente vinculados a sus gestores, que representaran a parte del establishment a través de sus relaciones familiares, que fueran parte de la oligarquía tradicional chilena o que tuvieran un estilo de vida nada de acorde a la sobriedad y el decoro que debiera llevar un dirigente de izquierda o incluso “progresista”, no fue tenido en cuenta. Peor aún, MEO, quien pretendió erigirse en símbolo de este cambio, reunía todas estas cuestionables características, mientras que las cabezas a las que se acusó como culpables de la derrota concertacionista eran las que se encontraban relativamente más alejadas de ellas.

Esta misma lógica ha sido adoptada en la actualidad por “movimientos” que pretenden constituirse en partidos: el caso más evidente es el de “Red Liberal”, dirigido por jóvenes de élite y liberales en lo económico, que desmarcándose del aspecto mas chocante de la dictadura de Pinochet en materias de derechos humanos y enarbolando un discurso de apertura en temas sexuales y reproductivos han pretendido dar por superado el esquema divisorio de izquierdas y derechas, recurriendo a una de las más antiguas estrategias discursivas del derechismo. Al respecto, el recuerdo de un Cristóbal Bellolio mostrando sus tatuajes a un diario como signo de juventud y renovación , fuera del desagrado estético al lector, dice más que mil palabras sobre como la efebocracia banaliza y degrada el debate político (Bellolio 2012). También cabe la duda sobre cuál será la posición al respecto de “Revolución Democrática”, un movimiento juvenil, cuya composición social también parece tener características más bien elitistas. ¿Persistirá reproduciendo una lógica similar a la que en su tiempo tuvo el MAPU, siendo dirigido por segmentos progresistas de sectores altos vinculados casi exclusivamente a la Universidad Católica? ¿O logrará extenderse de manera efectiva a otros segmentos de la población, adoptando un enfoque verdaderamente democrático y cuya apertura social se refleje en su dirigencia?

Finalmente, es necesario mirar el modo en que estas tendencias se han asomado en los movimientos sociales del último tiempo, especialmente en el estudiantil, que ha sido el de mayores alcances. Los llamados que en su momento hiciera Camila Vallejo y varios otros dirigentes a asumir que “movimiento ha superado las limitaciones del gremialismo y ha adquirido un espíritu y conciencia de real transformación” (Vallejo 2011) han tenido eco en la población. El apoyo masivo de la ciudadanía, reflejado tanto en la masiva convocatoria a las manifestaciones callejeras como en las encuestas, reflejan cómo dicho movimiento ha catalizado un descontento que desborda el mero tema de la educación superior y que apunta a la necesidad de que el Estado recobre sus responsabilidades en la provisión de servicios sociales y reconozca el acceso a dichos bienes como un derecho universal, cuestionando de esta manera el esquema de Estado subsidiario. En ese sentido, la peligrosa tendencia al “gremialismo” –siempre presente en todo movimiento social– ha sido, en general, mantenida a raya por sus dirigencias. Sin embargo, aún se corre el riesgo de que el debate gire exclusivamente en torno a la educación superior, y específicamente la universitaria, olvidando cómo este conflicto es tributario de problemas mayores asociados a las desigualdades estructurales de nuestro país. El énfasis excesivo en el problema universitario puede llevar a que, paradójicamente, la discusión se lleve adelante en una cancha dibujada por el liberalismo económico, más preocupado del ascenso social, supuestamente meritocrático, vía estudios en la universidad, antes que del mejoramiento colectivo de las condiciones de vida y la superación estructural de las desigualdades de manera independiente del acceso a la universidad. Al mismo tiempo, las recientes descalificaciones, especialmente de parte de Gabriel Boric, a los dirigentes del Colegio de Profesores, de la ANEF y de la CUT, en nada contribuyen a la generación de un frente amplio por transformaciones sociales. Pues por cuestionados que se encuentren y pese a los reparos que puedan haber a sus gestiones, aún son los representantes de las organizaciones sindicales más grandes del país, y la lucha por su conducción debería ganarse al interior de sus espacios y no desprestigiándolos ante la opinión pública. Dicha tendencia puede derivar en un discurso efebocrático y antipolítico, pese a las intenciones originales de sus autores.
Extraido de RedSeca

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