22 de noviembre de 2011

Serge Halimi: La izquierda que ya no queremos

por  Serge Halimi (Le Monde Diplomatique -  Edición Impresa)

Los estadounidenses que manifiestan contra Wall Street también protestan contra sus relevos en el seno del Partido Demócrata y de la Casa Blanca. Ignoran sin duda que los socialistas franceses continúan invocando el ejemplo de Barack Obama, quien, según ellos, hubiera sabido actuar contra los bancos, contrariamente a Nicolas Sarkozy. ¿Se trata realmente de un malentendido? Quien no quiere (o no puede) atacar los pilares del orden liberal (financiarización, globalización de los flujos de capitales y de mercancías) está tentado de personalizar la catástrofe, de imputar la crisis del capitalismo a los errores de concepción o de gestión de su adversario interno. En Francia, la culpa incumbirá a “Sarkozy”, en Italia, a “Berlusconi”, en Alemania, a “Merkel”. Muy bien, pero, ¿y en otras partes?
El crepúsculo de la influencia europea

En otras partes, y no sólo en Estados Unidos, dirigentes políticos presentados durante mucho tiempo como referencias por la izquierda moderada también se enfrentan a manifestaciones de indignados. En Grecia, George Papandreu, presidente de la Internacional Socialista, pone en práctica una política de austeridad draconiana que combina privatizaciones masivas, supresiones de empleos en la función pública y abandono de la soberanía de su país en materia económica y social en manos de una “troika” liberal (1). Los gobiernos de España, de Portugal o de Eslovenia recuerdan también que el término “izquierda” está a tal punto pervertido que ya no se lo asocia a un contenido político particular.

Uno de los mejores fiscales de este impasse de la socialdemocracia europea es Benoît Hamon, el actual portavoz… del Partido Socialista francés (PS). “En el seno de la Unión Europea –revela en su último libro Tourner la page (Dar vuelta la página)–, el Partido Socialista Europeo (PSE) está históricamente asociado, por el compromiso que lo liga a la democracia cristiana, a la estrategia de liberalización del mercado interno y a sus consecuencias sobre los derechos sociales y los servicios públicos. Fueron gobiernos socialistas los que negociaron los planes de austeridad requeridos por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. En España, en Portugal y en Grecia, por supuesto, la oposición a los planes de austeridad tiene como blanco al FMI y a la Comisión Europea, pero también a los gobiernos socialistas nacionales. […] Una parte de la izquierda europea ya no rechaza que sea necesario, siguiendo el ejemplo de la derecha europea, sacrificar el Estado de Bienestar para restablecer el equilibrio presupuestario y complacer a los mercados. […] Hemos sido en muchos puntos del planeta un obstáculo para la marcha del progreso. No me resigno”. (2)

Otros, en cambio, consideran irreversible esta transformación porque tendría como origen el aburguesamiento de los socialistas europeos. Aunque también es bastante moderado, el Partido de los Trabajadores (PT) brasileño estima que la izquierda latinoamericana debe tomar el relevo de la izquierda del Viejo Continente, demasiado capitalista, demasiado estadounidense y por lo tanto cada vez menos legítima a la hora de defender los intereses populares: “Se produce actualmente un desplazamiento geográfico de la dirección ideológica de la izquierda en el mundo –indicaba en septiembre pasado un documento preparatorio del congreso del PT–. En ese contexto, se distingue América del Sur. (Robinson p. 22) […] La izquierda de los países europeos, que tanto influyó a la izquierda en el mundo desde el siglo XIX, no logró aportar las respuestas adecuadas a la crisis y parece capitular frente a la dominación del neoliberalismo” (3). La decadencia de Europa es también, quizás, el crepúsculo de la influencia ideológica del continente que vio nacer el sindicalismo, el socialismo y el comunismo y que parece resignarse más que otros a su desaparición.
“Vencer a la derecha”

¿Implica esta decadencia que ya está perdida la partida? ¿Los electores y militantes de izquierda más apegados a contenidos que a etiquetas pueden esperar, incluso en los países occidentales, combatir a la derecha con camaradas conquistados por el liberalismo pero aún electoralmente hegemónicos? En efecto, el ballet se volvió ritual: la izquierda reformista se distingue de los conservadores mientras dura la campaña por un efecto óptico. Luego, cuando se le da la ocasión, se esfuerza por gobernar como sus adversarios, por no perturbar el orden económico, por proteger la platería del castillo.

La necesidad, o incluso la urgencia, de la transformación social, proclamada por la mayoría de los candidatos de izquierda en ejercicio de responsabilidades gubernamentales, requiere que estos últimos vean en ello algo más que una retórica electoral. Pero también... que accedan al poder. Y en este punto, la izquierda moderada les da una lección a los “radicales” y a los otros “indignados”. Ella no espera “el gran día” (El debate entre Samuel Gompers y Morris Hillquit p. 24); tampoco sueña con refugiarse en una contra-sociedad aislada de las impurezas del mundo y poblada de seres excepcionales (Poupeaut p. 26). Para retomar los términos de François Hollande, no pretende “bloquear, antes que hacer; frenar, antes que actuar; resistir, antes que conquistar”. Y estima que “no vencer a la derecha es mantenerla, por lo tanto elegirla”. (4) La izquierda radical, en cambio, preferiría según él “subirse a cualquier enojo” antes que “elegir el realismo” (5).

La izquierda de gobierno, es su gran ventaja, dispone “aquí y ahora” de fuerzas electorales y de cuadros impacientes que le permitirían asegurar rápidamente el relevo. “Vencer a la derecha”, sin embargo, no constituye un programa o una perspectiva. Una vez ganadas las elecciones, las estructuras establecidas –nacionales, europeas, internacionales– corren el riesgo de constituir un obstáculo a la voluntad de cambio que se expresó durante la campaña. En Estados Unidos, Obama pudo pretextar que los lobbies industriales y la obstrucción parlamentaria de los republicanos habían socavado un voluntarismo y un optimismo (“Yes, we can”) ratificados, sin embargo, por una gran mayoría popular.

En otras partes, gobernantes de izquierda se excusaron de su prudencia o de su pusilanimidad invocando “obligaciones”, una “herencia” (la ausencia de competitividad internacional del sector productivo, el nivel de la deuda, etc.), que habían reducido su margen de maniobra. “Nuestra vida pública está dominada por una extraña dicotomía –analizaba ya Lionel Jospin en 1992–. Por un lado se le reprocha al poder [socialista] la desocupación, el malestar de los suburbios, las frustraciones sociales, el extremismo de derecha, la desesperanza de la izquierda. Por el otro, se lo conmina a no deshacerse de una política económica financiera que vuelve muy difícil el tratamiento de lo que se denuncia” (6). Veinte años más tarde, la formulación de esta contradicción sigue plenamente vigente.

Los socialistas lo recuerdan cada vez que despliegan sus argumentos en favor del “voto útil”: una derrota electoral de la izquierda activa la aplicación, por parte de la derecha, de un arsenal de “reformas” liberales –privatizaciones, reducción de los derechos sindicales, amputación de los ingresos públicos– que destruirán las eventuales herramientas para otra política. Esta derrota puede también conllevar virtudes pedagógicas. Hamon concede por ejemplo que en Alemania “el resultado de las elecciones legislativas [de septiembre de 2009], que le valió al SPD [Partido Socialdemócrata de Alemania] su peor resultado [23% de los sufragios] en un siglo, convenció a la dirección del partido sobre la necesidad de un cambio de orientación” (7).

Un “restablecimiento doctrinal” de modesta amplitud también tuvo lugar en Francia tras la derrota legislativa de los socialistas en 1993 y en el Reino Unido después de la victoria del Partido Conservador en 2010. Sin duda, pronto será posible constatar situaciones idénticas en España y en Grecia, ya que parece improbable que los actuales gobernantes socialistas de esos países imputen su próxima derrota a una política exageradamente revolucionaria. Para defender la causa de Papandreu, la diputada socialista griega Elena Panaritis recurrió incluso a una referencia inesperada: “Once años necesitó Margaret Thatcher para llevar a cabo sus reformas en un país que tenía problemas estructurales menos importantes. ¡Nuestro programa fue puesto en marcha hace sólo catorce meses!” (8). En resumen, ¡Papandreu mejor que Thatcher!
Necesarias rupturas

Salir de esta trampa requiere hacer una lista de las condiciones previas a poner en vereda a la globalización financiera. Sin embargo, enseguida surge un problema: teniendo en cuenta la abundancia y la sofisticación de los dispositivos que encastraron desde hace treinta años el desarrollo económico de los Estados en la especulación capitalista, incluso una política relativamente blanda de reformas (menor injusticia fiscal, progresión moderada del poder adquisitivo de los salarios, mantenimiento del presupuesto educativo, etc.) obliga ya a una significativa cantidad de rupturas. Ruptura con el actual orden europeo, pero también con las políticas pasadas de los socialistas.

A falta, por ejemplo, de un cuestionamiento a la “independencia” del Banco Central Europeo (al que los tratados europeos garantizaron que su política monetaria escaparía a todo control democrático), a falta de una flexibilización del pacto de estabilidad y de crecimiento (que, en período de crisis, asfixia toda estrategia voluntarista de lucha contra la desocupación), a falta de una denuncia de la alianza entre liberales y socialdemócratas en el Parlamento Europeo (que condujo a estos últimos a apoyar la candidatura de Mario Dragui, ex banquero de Goldman Sachs, a la cabeza de la BCE), por no hablar, incluso, del librecomercio (la doctrina de la Comisión Europea), de la auditoría de la deuda pública (con el objetivo de no devolver a los especuladores que apostaron contra los países más débiles de la zona euro) (9); a falta de todo esto, la partida estaría mal encarada de entrada.

Y hasta perdida de antemano. Nada permite, en efecto, creer que Hollande en Francia, Sigmar Gabriel en Alemania o Edward Miliband en el Reino Unido tendrían éxito allí donde Obama, José Luis Zapatero y Papandreu fracasaron. Imaginar que “una alianza que haga de la unión política de Europa el corazón de su proyecto” permitiría, como espera Massimo d’Alema en Italia, “asegurar el renacimiento del progresismo” (10) se asemeja (en el mejor de los casos) a soñar despierto. En el estado actual de las fuerzas políticas y sociales, una Europa federal no haría más que reforzar unos dispositivos liberales ya asfixiantes y despojar un poco más al pueblo de su soberanía confiando el poder a instancias tecnócratas opacas. ¿Acaso la moneda y el comercio no son ya áreas “federalizadas”?
¿Audacia o hundimiento?

No obstante, mientras los partidos de izquierda moderados continúen representando a la mayoría del electorado progresista –sea por adhesión a su proyecto o por la sensación de que éste constituye la única perspectiva para una alternancia afín–, las formaciones políticas más radicales (o las ecologistas) están condenadas al rol de extras, de fuerzas de apoyo, o de tábanos sobre el caballo. Aun con el 15% de los votos, cuarenta y cuatro diputados, cuatro ministros y una organización que reunía a decenas de miles de militantes, el Partido Comunista Francés (PCF) jamás pesó entre 1981 y 1984 en la definición de las políticas económicas y financieras de François Mitterrand. El naufragio de Refundación Comunista en Italia, prisionero de su alianza con partidos de centroizquierda, no constituye un precedente más estimulante. Se trataba entonces de prevenir a cualquier precio el retorno al poder de Silvio Berlusconi; sucedió igual, pero más tarde.

El Frente de Izquierda (al que pertenece el PCF) espera contradecir tales augurios. Al presionar sobre el PS, espera verlo deshacerse de “sus atavismos”. A priori, la apuesta parece cautivante. Sin embargo, si incorpora otros datos que no sean la relación de fuerzas electoral y las obligaciones institucionales, puede invocar precedentes históricos. Así, ninguna de las grandes conquistas sociales del Frente Popular (vacaciones pagas, semana de cuarenta horas, etc.) estaba inscripta en el programa (muy moderado) de la coalición victoriosa en abril-mayo de 1936; fue el movimiento de huelgas de junio el que las impuso a la patronal francesa y a la derecha.

La historia de este período no se resume sin embargo a la presión irresistible de un movimiento social sobre partidos de izquierda tímidos o asustados. En efecto, fue la victoria electoral del Frente Popular la que liberó un movimiento de revuelta social al dar a los obreros la sensación de que ya no chocarían como antes contra el muro de la represión policial y patronal. Enardecidos, sabían también que nada les sería dado por los partidos que acababan de votar sin torcerles un poco el brazo. De allí esta dialéctica victoriosa –pero muy rara– entre elección y movilización, urnas y usinas. En el estado actual de las cosas, un gobierno de izquierda que no enfrente una presión como ésta se vería pronto atrapado por una tecnocracia incapaz ya de hacer otra cosa que no sea liberalismo. Su única preocupación sería seducir a las agencias de calificación que, como nadie ignora, “degradarán” en el acto a todo país que se comprometa en una verdadera política de izquierda.

Entonces, ¿audacia o hundimiento? Constantemente nos machacan los riesgos de la audacia: aislamiento, inflación, degradación. Sí, ¿pero los del hundimiento? Al analizar la situación de la Europa de los años 1930, el historiador Karl Polanyi recordaba que “el impasse en que se había metido el capitalismo liberal” había desembocado en varios países en “una reforma de la economía de mercado realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas” (11). Incluso un socialista tan moderado como Michel Rocard se alarma: un endurecimiento de las condiciones impuestas a los griegos podría provocar la suspensión de la democracia en ese país. “En el estado de ira en que se va a sumir este pueblo –escribía el mes último–, se puede dudar de que algún gobierno griego logre sostenerse sin el apoyo del ejército. Esta reflexión triste vale sin duda para Portugal y/u otros, más grandes. ¿Hasta dónde llegaremos?” (12).
Aun bajo perfusión de toda una parafernalia institucional y mediática, la República de centro tambalea. Se ha iniciado una carrera entre el endurecimiento del autoritarismo liberal y la puesta en marcha de una ruptura con el capitalismo. Esta última parece aún lejana. Pero cuando el pueblo no cree más en un juego político cuyos dados están cargados, cuando observa que los gobiernos se despojaron de su soberanía, cuando se obstina en reclamar que se ponga en vereda a los bancos, cuando se moviliza sin saber dónde lo conducirá su enojo, eso significa que la izquierda todavía está viva.


1  Compuesta por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
2   Benoît Hamon, Tourner la page, Flammarion, París, 2011, pp. 14-19.
3   AFP, 4-9-11.
4   François Hollande, Devoirs de vérité, Stock, París, 2006, pp. 91 y 206.
5   Ibid., pp. 51 y 43.
6   Lionel Jospin, “Reconstruire la gauche”, Le Monde, París, 11-4-92.
7   Benoît Hamon, op. cit., p. 180.
8   Citado por Alain Salles, “L’odyssée de Papandréou”, Le Monde, 16-9-11.
9   “Es imposible para la izquierda presentarse al sufragio de los franceses y exigir que paguen esta factura”, estima por ejemplo Hamon.
10   Massimo d’Alema, “Le succès de la gauche au Danemark annonce un renouveau européen”, Le Monde, 21-9-11.
11   Karl Polanyi, La gran transformación, FCE, Buenos Aires, 2007.
12   Michel Rocard, “Un système bancaire à repenser”, Le Monde, 4-10-11.

*Director de Le Monde diplomatique.
Traducción: Florencia Giménez Zapiola

Extraido de desde abajo

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